martes, 28 de julio de 2009

La cultura de masas y la ficción contemporánea

Ensayo lúcido sobre la influencia de la divina TV Führer y las referencias a la cultura popular en la literatura contemporánea (además de ejemplo yanqui de la viejísima querella antiguo/nuevo) acá el gran Foster Wallace (1962-2008) escribe sobre el acto de escribir en estos tiempos de dub, internet, cine digital, etc. Que algunos aún se resistan a aceptar este mundo, que no sepan asumir el realismo, nos deja rascándonos nuestras pequeñas cabecitas saturadas de imaginería pop. La traducción, accesible y rigurosa, es del políglota Lars.

por David Foster Wallace


Uno de los detalles más fácilmente reconocibles de la ficción posmoderna del siglo XX ha sido la estratégica diseminación de las referencias de la cultura popular –marcas, nombres de famosos, programas de la tele- que este movimiento desarrolló hasta en los más herméticos de sus proyectos de Arte Alto. No hay que rascarse mucho la cabeza para dar con ejemplos. Ahí tenemos el encuentro de Slothrop con Mickey Rooney en Gravity´s Rainbow o los pop-hip personajes de Delillo intercambiando entre sí frases como: “Elvis colmó las condiciones del contrato. Exceso, deterioro, autodestrucción, conducta grotesca, maltrato físico y una serie de agresiones a su cerebro... y todo ello autoinfligido”. (White Noise)

La apoteosis de lo pop en el arte de postguerra definió un nuevo matrimonio entre las culturas Alta y Baja. Ya que la viabilidad artística del posmodernismo fue una consecuencia directa –una vez más- no de nuevos factoides sobre el arte sino del acceso a datos inéditos sobre la importancia de la cultura comercial de masas. Los estadunidenses, por tanto, tenemos la impresión de estar unidos ya no tanto por ideales comunes sino por imágenes comunes: lo que nos congrega es ahora aquéllo ante lo que actuamos de testigos. Nadie considera que esto sea un cambio positivo. De hecho, si las referencias a la cultura popular se han convertido en potentes metáforas para la ficción contemporánea, ello no es solamente una consecuencia de la exposición de la comunidad norteamericana a las imágenes de los mass media sino también de esa psicología de indulgencia culposa que desarrollamos para justificarnos. Dicho más simplemente: toda referencia pop funciona maravillosamente en la ficción contemporánea porque (1) todos la reconocemos en tanto referencia y (2) a todos nos pone un poquito incómodos reconocer en esa instancia una referencia cultural.

El status que las imágenes de la Baja cultura gozan en el posmodernismo y la ficción contemporánea es muy diferente al que le otorgaron los ancestros artísticos del posmodernismo –por ejplo, el “realismo sucio” de Joyce o el Ur-dadaísmo o el Urinal duchampiano. La exhibición estética que Duchamp hace del más vulgar de los objetos de la trama cotidiana sirvió para un fin exclusivamente teórico: era un enunciado por el estilo de “El Museo es el Mausoleo es el Mingitorio”, etc. Un ejemplo, en suma, de lo que O. Paz llama “meta-ironía”; un intento por descubrir que esas categorías que discriminamos en términos de superior/artístico e inferior/vulgar son, en realidad, interdependientes –e incluso coextensivas (la una desarrolla la otra). El amplio recurso a referencias Bajas en la Alta ficción actual sigue una agenda nada abstracta. Sus objetivos son (1) ayudar a la creación de un mood de ironía e irreverencia, (2) ponernos incómodos y, de esa manera, ser leídas como un “comentario” sobre la superficialidad de la cultura estadounidense y (3) sobre todo, lo que resulta lo más importante en estos días, para que podamos ser realistas a secas.

Pynchon y Delillo se adelantaron a su tiempo. Hoy por hoy la creencia de que las imágenes pop son, básicamente, simples dispositivos miméticos es uno de los factores que separan a los escritores sub40 de aquella generación que nos precedió, nos reseñó y hasta diseñó nuestros programas universitarios. Esta brecha generacional en la concepción del realismo es, una vez más, TV-dependiente. La generación de norteamericanos nacidos después de 1950 es la primera que no solamente vio televisión sino que vivió con la televisión. Nuestros mayores tienden a considerar el aparato de marras más o menos como la flapper el automóvil: una curiosidad que se vuelve placer que se vuelve arma de seducción. Para los escritores más jóvenes, la televisión es tan parte de nuestra realidad inmediata como los Toyota y los atascos de tráfico. Nosotros no podemos, literalmente, imaginar la vida sin la televisión. En esto no nos diferenciamos mucho de nuestros padres: la televisión presenta y define nuestro mundo contemporáneo. La diferencia radica en algo fundamental: nosotros no tenemos memoria de un mundo desprovisto de aquel electrodoméstico. De aquí se originan las descalificaciones que muchos autores de ficción mayores de 40 apilan sobre los autores de la generación “Brat Pack”, a quienes consideran insuficientemente críticos de la cultura de masas. Criterio éste muy entendible --tanto como desubicado. Pasa que es cierto que hay algo muy triste en el hecho de que la única descripción de personajes que el lector halla en los cuentos de Leavitt sea la marca de sus poleras o las inscripciones que éstas ostentan. Es triste, sí. Pero el hecho es que, para la mayoría de los muy educados lectores de Leavitt, miembros de una generación criada y alimentada con slogans que establecen equivalencia directa entre lo que uno consume y lo que uno es, esas descripciones de Leavitt son realmente eficaces. En nuestro mundo post-1950 e inseparable-de-la-tele, la fidelidad a una marca es, realmente, una sinécdoque del carácter individual: esto, simplemente, es un hecho.

A esos escritores estadunidenses cuyos ganglios terminaron de formarse en una era pre-tele, esos a quienes no les interesa ni Duchamp ni Octavio Paz y carecen del oracular don de un Delillo, el despliegue mimético de íconos de la cultura pop les parece, en el mejor de los casos, un tic fastidioso y, en el peor, una liviandad que compromete la seriedad de la ficción al arrojarla lejos del platónico Siempre donde ésta debe residir.

En uno de los talleres para graduados que cursé, cierta eminencia gris trató de convencernos durante todo el curso de que un cuento o una novela deberían eliminar toda “característica que contribuyera a fijarla en una época determinada”. Y todo porque “la ficción seria debe ser Atemporal”. Y cuando protestamos que el mismo profesor, esta eminencia, en sus muy bien conocidos libros presentaba personajes que se movían por ambientes iluminados con energía eléctrica, conducían autos y hablaban no anglosajón sino inglés americano de postguerra y habitaban una masa continental que la deriva seísmica había separado de Africa mucho tiempo atrás, él, impaciente, corregía su proscripción inicial y precisaba que debíamos eliminar todo aquello que marcara un texto como sumido en el “frívolo Ahora”. Y cuando lo apretábamos para que enumerase qué tipos de factores denotaban aquel Frívolo Ahora, él nos decía que por supuesto se refería al “recurso tan en boga de abundar en referencias a los mass media”. Y fue aquí, en este preciso punto, que su discurso transgeneracional hizo agua. Lo mirábamos fijamente. Nos rascábamos nuestras pequeñas cabecitas saturadas de imaginería pop. Simplemente, este sujeto y sus estudiantes no entendían el mundo de lo “serio” de la misma manera: su Atemporalidad saturada de automóviles y nuestra Atemporalidad distraída por MTV eran diferentes.

El hecho concreto es que algunas cosas que tienen que ver con la producción de ficción son hoy muy distintas para los escritores jóvenes. La televisión define el vórtice de este flujo. Y es que los escritores jóvenes no sólo tratan de ocupar los más nobles intersticios de aquello que Cavell denomina “la voluntad de ser gratificado” que tiene el lector, nosotros también somos, por autodefinición, parte de la gran Audiencia y tenemos nuestros propios centros de placer. Y la televisión es lo que nos ha formado y entrenado. No tiene sentido, por tanto, que el stablishment literario se queje de que, digamos, los personajes creados por escritores jóvenes no sean capaces de sostener diálogos interesantes; que los oídos de los jóvenes escritores sean “debiluchos”. Es posible que nuestros oídos sean debiluchos, pero la verdad es que, en la experiencia de los jóvenes norteamericanos, un grupo de gente que comparte un mismo salón no establece mucha conversación directa. Lo que hace la mayor parte de la gente que yo conozco es sentarse en un lugar donde puedan mirar hacia un mismo punto, observar las mismas cosas y recién establecer conversaciones que, por lo general, tendrán la duración de un comercial televisivo, referidas a cuestiones similares a las que miopes testigos de un accidente podrían intercambiar entre sí: “¿Viste lo mismo que yo vi?” Además, puestos a hablar de las virtudes del realismo, la pauperización de las charlas profundas en la ficción de los jóvenes parece reflejar con gran precisión mucho más que las conductas tipo de nuestra generación. Digo, si la familia norteamericana media pasa seis horas por día frente al televisor, ¿cuánto espacio queda para la conversación? Así que, díganme, ¿cuál de estos grupos de literatos está más marcado por su época?

En términos de historia literaria, es importante reconocer, por un lado, la diferencia entre el pop y las meras referencias televisivas y, por el otro, el uso de técnicas inherentes a la tele. El Cándido de Voltaire, por ejemplo, emplea una ironía de doble filo para mostrar a Cándido y Pangloss correteando por todo ello mientras repiten “todo está bien, vivimos en el mejor de los mundos posibles” entre escenas de guerra, peste, pogroms, decadencia rampante, etc. Incluso los cultores del flujo-de-conciencia, los campeones del modernismo, construyeron -a nivel bastante alto- las mismas ilusiones sobre invasión de la privacidad y espiar en lo prohibido que más tarde habría de resultar tan efectivo para la tele. Y mejor ni hablemos de Balzac.

Pero fue en la America post-atómica cuando las influencias de lo pop en la literatura excedieron el ámbito de la técnica. Tan pronto la TV comenzó a respirar, la cultura popular de masas de nuestro país aparecía ya como una colección de símbolos y mitos. El episcopado de este movimiento pop-referencial lo formaron los Humoristas Negros Postnabokovianos, los gurúes de la Metaficción y los variopintos franco-latinófilos que luego serían apilados bajo el mote de “posmodernos”. Aquellas ficciones eruditas y sardónicas de los Humoristas Negros establecieron una generación de escritores que se consideraron a sí mismos avant garde (más o menos), no solamente cosmopolitas y políglotas sino también versados en tecnología, productos culturales de más de una región, una tradición y una técnica: ciudadanos de una cultura que expresó sus preocupaciones más importantes a través de los mass media. Así, uno piensa en el Gaddis de JR y The Recognitions; del Barth de The Soft-Weed Factor; del Pynchon de La subasta del lote 49. Y sin embargo aquel movimiento empecinado en tratar al pop como su propia reserva mitopoética gano más y más envión y rápidamente trascendió tanto escuelas como géneros.

Sigamos. El acto de mirar y la conciencia de ser mirado son, por naturaleza, fenómenos expansivos. Lo que distingue a la más reciente (y muy distinta) ola de ficción posmoderna de su primera manifestación histórica es un desplazamiento todavía mayor de las imágenes de TV como objetos válidos de alusión literaria al punto que lo televisivo y la meta-observación devienen per se sujetos válidos. Me refiero a cierta literatura que empieza por definir su raison d’etre en el comentario o respuesta a una cultura cada día más ocupada en (y por) mirar: en lo ilusorio y la imagen de video.

El verdadero gran profeta de este último giro de la ficción nacional ha sido Don Delillo, un novelista durante mucho tiempo menospreciado que ha hecho de la señal electromagnética y la imagen sus topoi característicos, de la misma manera que Barth y Pynchon habían explotado, una década antes, la parálisis y la paranoia.

En 1985, una novela de Delillo, White Noise, sonó, a oídos de novelistas inmaduros, como una suerte de bocinazo televisivo. Pasajes como el que cito a continuación adquirieron entonces la mayor importancia:

“Algunos días más tarde, Murray me preguntó sobre una atracción turística que tenía fama de ser ‘la cabaña más fotografiada de USA’. Viajamos 22 millas hacia Farmington. Vimos médanos y plantaciones de manzana. Tapias blancas bordeando campos de cultivo. De pronto, los carteles empezaron a aparecer: LA CABAÑA MAS FOTOGRAFIADA DE USA. Contamos cinco carteles antes de llegar al lugar... Caminamos por una senda de pastoreo hacia el promontorio reservado para mirar y tomar fotos. Toda la gente llevaba cámaras. Algunos tenían trípodes; otros, lentes especiales, equipos de filtro, etc. En una tiendita adyacente un hombre vendía postales y slides –que eran fotos de la cabaña tomadas desde aquel mismo promontorio.

Nos guarecimos en algún lugar a la sombra y desde allí observamos a los fotógrafos.

Murray no dijo una sola palabra. Ocasionalmente apuntaba algo en un cuadernito.

“Nadie ve la cabaña”, dije, al cabo de un tiempo.

Siguió un largo silencio.

“Tan pronto uno ha leído los carteles que anuncian la cabaña, se hace imposible ver la cabaña”.

Otra vez el silencio. Alguna gente se iba y pronto otros ocupaban sus lugares en el promontorio.

“No hemos venido para capturar una imagen. Estamos aquí para mantener una imagen. ¿Puedes sentirlo, Jack? Una acumulación de energías sin nombre”.

Sobrevino un prolongado silencio.

El tipo de la tiendita no paraba de vender postales y slides.

“Estar aquí es una especie de bancarrota espiritual. Solamente vemos lo que otros ven. Los miles que estuvieron aquí en el pasado, aquellos que vendrán en el futuro. Hemos convenido ser parte de una percepción colectiva. Esto colorea, literalmente, nuestra visión. Una experiencia religiosa, de alguna manera –como todo turismo”.

Otro largo silencio nos envolvió.

“Están sacando fotos del acto de sacar fotos”, me dijo.

Nota. Tomado de A Supposedly Fun Thing I Will Never Do Again (Little and Brown, 1997).

jueves, 23 de julio de 2009

La indocilidad de los fragmentos

En este texto, publicado previamente en Ecdótica, el crítico Benjamín Santiesteban mediante un par herramientas de su admirable aparato crítico realiza otra lectura más de una de las novelas más comentadas y diseccionadas en estos últimos tiempos: El lugar del cuerpo de Rodrigo Hasbún. Se resalta acá la diseminación de la noción de atomización, de fragmentación, que atraviesa las breves páginas de esta dolorosa novela: en el cuerpo, en el tiempo, en la estructura de la novela, en la identidad de Elena.

por Benjamín Santisteban

El lugar del cuerpo

Rodrigo Hasbún

La Paz: Alfaguara, 2009

Resulta ahora común afirmar que la identidad es inevitablemente narrativa, que lo que una persona es depende de la narración que se narra de sí misma a sí misma y a otros. Ricoeur habría mostrado convincentemente que la constitución de la identidad de un individuo o de una comunidad supone responder a la pregunta “¿Quién hizo esto?”. La respuesta, si debe superar el vacío del nombre propio, tiene que ser una narrativa. “Responder a la pregunta ‘¿quién?’ es narrar la historia de una vida. La historia narrada dice el quién de la acción. La identidad del quién no es ella misma sino una identidad narrativa”.[1] Cuando se trata de autobiografía, “la historia de una vida no cesa de ser refigurada por todas las historias verídicas o ficticias que un sujeto cuenta de sí mismo. Esta refiguración hace de la vida misma un tejido de historias narradas”.[2]

Elena, la protagonista de la novela de Rodrigo Hasbún, intenta precisamente ese recuento autobiográfico. Sabe por vía negativa qué es: “En realidad, por decirlo así, no soy nadie” (83), pero necesita imperiosamente llenar ese doble negativo con una narración de los orígenes y los fines que le otorgue el sentido completo de su vida. Así, el recuento sobrepasa el mero ejercicio literario. Porque la muerte se halla “a unos centímetros”, para ella se trata de “Escribir o morirse. Escribir o dejar de tragar las pastillas asquerosas y luego morirse” (10). De alguna manera, Elena sabe íntimamente que lo que dará sentido a su vida, lo que hará de ella un todo completo, no es la muerte, sino la lectura/escritura de aquellas páginas que cuenten su vida: “la vida para escribir la vida, aunque no se entienda… Y algún día escribirá sobre todo eso y éste es su único alivio. La vida para escribir la vida” (124-25). Emprende, entonces, una labor postrera y terminal que dará sentido a su vida a punto de extinguirse, a lo que Ricoeur llama la “mise en intrigue”,[3] la puesta en intriga que unifica las acciones de la vida en un todo con sentido. ¿Puede Elena tener éxito en su cometido? ¿Qué identidad narrativa la habrá constituido a la postre? Estas cuestiones marcan incesantemente la tensión argumental de la novela. Como se advierte, ya en el reconocimiento de que la vida sólo sirve para ser escrita —la versión del dicho de Mallarmé de que el mundo está hecho para terminar en un bello libro— palpita el desconocimiento, “aunque no se entienda”.

Narrarse uno mismo su propia historia supone el ejercicio de la memoria y, por ser ésta nada más que huellas mnemotécnicas, la activa participación del cuerpo. Supone tener establecido el lugar del cuerpo. ¿Cuál es el lugar del cuerpo de Elena? Es el lugar fundamental y determinante:

…el lugar donde realmente comenzó todo, el lugar donde supo más sobre sí misma y sobre los demás que nunca antes y nunca después… (9)

Es, entonces, el lugar de origen y de conocimiento, el principio primero. Pero en este lugar mismo, que es el principio de la novela, la noción de la identidad narrativa muestra su insuficiencia por un desconocimiento radical que proviene del cuerpo mismo, del cuerpo que no tendría lugar. La novela El lugar del cuerpo parece alzarse como un decidido y valiente cuestionamiento de los intentos teóricos de dominar al cuerpo a través del establecimiento de una identidad, intento que la obra de Ricoeur ejemplifica muy bien.

La identidad narrativa tiene como base ineludible al cuerpo. Lo que no varía en la vida y en la literatura es “la condición corporal vivida como mediación existencial” entre la persona y el mundo.[4] Claro está que cuando el cuerpo se establece como tal mediación, no queda más que introducir su otredad en cuanto pasividad. No sólo es el cuerpo propio que permite la acción, sino también la carne pasiva. En cuanto tal, la carne es “el lugar de las síntesis pasivas sobre las cuales se edifican las síntesis activas”, es decir, el cimiento del cuerpo propio como instrumento para la acción de la persona. Es verdad que Ricoeur reconoce que si bien es “lo más originariamente mío y entre todas las cosas” lo más cercano a mí , es decir, un “órgano del querer, el soporte del libre movimiento”, la carne no es un objeto de elección o de un acto de volición. He ahí su alteridad, pero parece ser una alteridad domesticada, una “alteridad propia”,[5] demasiada propia para ser alteridad.

Esta propiedad de la alteridad puede ser abatida por el sufrimiento de la carne, el cual obliga a pensar a la pasividad no en cuanto opuesta y aliada a la actividad, sino en una pasividad más pasiva que la pasividad. El mismo Ricoeur da la pauta, cuando sugiere que una manera del sufrimiento consistiría en la incapacidad para narrarse, en “la insistencia de lo inenarrable”, de aquello que elude a todas las estrategias de la puesta en intriga.[6] Pero no saca de esto las consecuencias radicales para la identidad narrativa.

En el contexto de la novela El lugar del cuerpo, la carne tiene que ser comprendida como corte sangriento que no se presta ni a la memoria ni a la imaginación narrativa, sino a una oscilación indecidible entre ambas; tampoco a la síntesis de una identidad narrativa. Y es que el corte que deja al cuerpo como carne sucede siempre más allá del tiempo de la conciencia, en un pasado que para quien sufre el corte no ha sido presente. Lo que irrumpe en la conciencia es el inmenso dolor, pero no su razón de ser. De esta manera, ese “pasado no existe, pero fue así” (90). Sufriendo en carne, Elena se pregunta: “Soportaría rememorar aquello, inventarlo nuevamente y minuciosamente con frases frías” (9). La memoria no se opone a la imaginación. La conciencia es un constante ir de la memoria a la imaginación y de ésta a la memoria:

El sufrimiento del corte que lacera e invade el cuerpo de Elena es tal que no permite la identificación del hecho como un punto de origen para el comienzo de la narración autobiográfica. El diario que Elena escribe desde que era una niña no registra el corte de su cuerpo, la violación (82). Y entonces la imaginación se pregunta: “¿Cuán determinantes fueron esas violaciones? ¿Cuán reales?” (97). E insiste: “Yo pienso en mí, en mi propia historia. ¿Sucedió también sólo en mi imaginación? ¿Es más lo que hubiera querido que pase que lo que pasó realmente? ¿La justificación perfecta para mi tristeza?” (85). Después de todo, es decir, después de la carne abierta violentamente como mera justificación, “lo que sucede a nuestro alrededor… es como si fuera falso, un simulacro” (96).

Sí, pero sólo a veces.

Porque el sufrimiento del corte del cuerpo de Elena es tal que tampoco permite dejarlo en la mera imaginación: “Que se metieron en su cama, que había noches en que su hermano la abusaba. Que eso la marcó para siempre aunque fue buena disimulando” (106).

Sí, pero sólo a veces.

El último libro que Elena decide escribir, el libro de memorias que podrá dar el sentido a su vida, “está saliendo diferente y se ha desordenado y no se entiende bien y está lleno de falsedad, los hermanos no abusaban jamás a las hermanas…” (108).

La oscilación constante entre la memoria y la imaginación no permite la narración continua. La memoria es interrumpida por la imaginación; la imaginación por la memoria. Es más, la oscilación entre hecho recordado y hecho imaginado encumbra el corte del cuerpo, la carne, a niveles que tocan lo trágico. Elena, que dice haber sufrido el corte en carne propia, parece destinada a repetir esa manera de relacionarse consigo misma y con los demás. Su lenguaje y su cuerpo reproducen el corte que ha dejado su cuerpo como carne abierta que duele. Esto descuella en una auto-descripción que comienza con el lenguaje descriptivo del hecho recordado —pero que ya corta al cuerpo en partes— y que luego, con una yuxtaposición impulsiva, deja a la imaginación la tarea de maximizar la violencia:

Se restregó bien las manos, se lavó el cabello y el cuerpo. Se llevo la boca de agua y jugó a que era sangre y salía a borbotones. Acababan de dispararle en una avenida concurrida de una ciudad inmensa… O trabajaba en un circo y el león se confundió y la atacó. Los espectadores aplaudían su agonía, creían que era fingida, el pedazo más elaborado del espectáculo (32).

El pedazo que despedaza el león confirma la sinécdoque donde “cuerpo” ya no incluye a las manos ni al cabello y sólo es una parte del cuerpo; el “pedazo” que deja los colmillos del león es la metáfora del espectáculo del cuerpo hecho carne, espectáculo que tiende su velo desgarrado desde la imaginación de maneras poco dolorosas de matarse (46) hasta el velado ajuste de cuentas con el hermano cuando Elena recuerda/imagina que la cuñada ha muerto, “por muy increíble que suene, la realidad supera siempre la ficción, de una forma espeluznante, violada y descuartizada por un hombre que les hizo lo mismo a siete mujeres más, y que arrojó a todas a la misma alcantarilla…” (81).

Pero quizá lo trágico se hace más evidente aún en las relaciones sexuales, en las que la actividad corporal, reducida a la conexión entre partes del cuerpo, se halla a su vez cortada del pensamiento:

Así, chupame el culo, decía ella, que no podía dejar de pensar en la ex mujer de Darío y en su hijo y en la familia feliz que pudieron haber sido y ya nunca serían. En su propia familia. En la familia de su hermano, esos niños que no conocía y que le diría tía cuando la vieran. En todo lo que contenían sus veintisiete años, que a veces parecía mucho y otras vergonzosamente poco. Abúsame, decía Elena, sacudiendo cada vez con más fuerza el pene y recordando el jardín donde se perdía tardes enteras esa niña que fue hace parecía tanto (64-65).

Elena busca la redención a través de las relaciones sexuales, pero éstas indefectiblemente provocan el efecto contrario debido a que en esas relaciones no se supera la reducción del cuerpo al órgano, al pedazo (94). Por lo general, Elena reduce a sus amantes a pedazos de cuerpo o a acciones corporales discretas (99-100), que magramente inician una narrativa biográfica, destinada a truncarse.

Si la identidad se construye mediante la narrativa, la vida de Elena debería hallarse entrelazada con las narrativas de otros; debería ser parte de la narrativa de sus padres, de su hermano, de sus amigas y amigos e, incluso, de sus enemigos. Sin embargo, lo trágico de la repetición de los colmillos del león haciendo su tarea de desgarrar el cuerpo no halla excepción en este ámbito: “Ella ya no era hija ni hermana ni compañera ni amiga ni conocida de nadie” (46). Cortada de las relaciones, su identidad se reduce al fragmento, a un presente que se desvincula del pasado y el futuro: “el pasado entre sombras y no existe, el futuro entre sombras”. Sólo existe un presente desgajado de relaciones temporales (10-11) y, entonces, un minuto que sólo es real en la mente de Elena y que tiene la imposible misión de salvarla: “Lo suyo, el césped, la tarde quieta, la criada lavando los platos en la cocina y mirándola, era definitivo: Y ya está: el libro de memorias ha sido escrito en unas pocas líneas” (87). La continuidad narrativa entre el pasado y el futuro, mediado por el presente, se destroza por falta de un cuerpo que tenga una historia reconocible desde la temporalidad cotidiana. La carne, en cuanto corte ocurrido en un pasado que nunca ha sido presente, no participa de esa temporalidad. La carne es fragmento y deja fragmentos.

Con ello, la identidad de Elena se contrae en un minuto puntual que sólo encierra muerte: el pedazo cortado vive muerto. He ahí la no identidad narrativa de Elena. Si escribe para que las cosas no se pierdan, para que subsistan mediante una identidad, esa subsistencia es apenas espectral:

Rescatar a las cosas de la niebla o cesar. Escribirlo para que exista mejor. Cerrar los ojos y ver. A la niña, a la joven a la adulta. Todas en esta sala, en estos papeles, escribe. Todas muertas dentro de la anciana, escribe (86).

Y de nuevo: “Ya tenía acumuladas dentro del cuerpo un montón de mujeres muertas” (110). Fragmento que encierra fragmentos que no se extienden en una narrativa lineal. Elena no puede escribir de modo diferente a su propia historia; replica su historia fragmentaria en su estilo:

Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes. Desarrollo, continuidad. No me importan, pensó (98).

La consistencia de este pasaje es ejemplar. La asíndeton destruye la continuidad lógica que supone la conjunción en la linealidad de la identidad narrativa. Elena hace lo que dice mentalmente, dice lo que hace mentalmente. Dice no importarle la continuidad y lo dice destruyéndola, fragmentado su decir.

Esta consistencia ejemplar entre forma y contenido explica y refuerza magistralmente la construcción de la novela El lugar del cuerpo. En ayuda a la asíndeton viene la yuxtaposición. La novela consta de cuatro partes yuxtapuestas, cuatro fragmentos unidos sin enlace. Pero son fragmentos que contienen fragmentos, así como la anciana Elena contiene dentro suyo muchas mujeres muertas. La continuidad se fragmenta por focalizaciones diferentes, que alternan entre la mirada quieta y matemática de la niña Elena y la indiferente de su hermano Pablo; por la narración de la joven Elena, cuya soledad se rompe en partes marcadas con asteriscos, al interior de las cuales se abren espacios blancos; por el pensamiento de la anciana Elena, que se desgarra para narrarse en tercera persona, haciéndose a sí misma un objeto de estudio, pensamiento frío que, a su vez, se quiebra por entradas del diario, escritas en un septiembre de año olvidado; por la imaginación del futuro que constantemente cuestiona o desdice la narración del presente.

¿Qué es lo que mantiene juntos a estos fragmentos? En esta cuestión la novela El lugar del cuerpo se alía con el romanticismo de Jena y niega la simplicidad de una identidad narrativa lineal. Ricoeur reconoce que los fragmentos de su propia obra, aquella donde asienta finalmente la noción de la identidad narrativa, sólo tienen la apariencia de fragmentos: “esta fragmentación no es tal que ninguna unidad temática no la salve de la diseminación que reconduciría el discurso al silencio”.[7] He ahí cómo hace su entrada mañosa y totalizante el pegamento hegeliano: el tema controla a la forma y anula la fragmentación con la falsa excusa de un dilema entre unidad o silencio, como si los fragmentos no serían significativos.

Un conjunto de fragmentos significa la discontinuidad y lo disparejo de un número potencialmente infinito de temas que no constituyen un argumento coherente, sino que testifican la incesante alternación y diferenciación de pensamientos; testifican las diferencias vitales, la vida siempre diferenciándose, multiplicándose. El deseo romántico siempre ha sido por “una mente que contenga de alguna manera una pluralidad de mentes y todo un sistema de personas en ella”,[8] es decir, por una Elena que lleva dentro del cuerpo varias Elenas. Los fragmentos son huellas de una energía intensa y rauda, aquella que mantiene en vida a las Elenas, incluso cuando ya han muerto.

Entonces, lo que une a los fragmentos de la novela de Rodrigo Hasbún no es el tema. Con antedicho, éste se halla siempre cuestionado por la labor oscilante de la imaginación y la de la memoria. Elena piensa y escribe en fragmentos porque su realidad es fragmentaria, porque su cuerpo ha sido fragmentado. La trágica belleza de la novela El lugar del cuerpo halla unidad a través de los cortes y las rupturas; como todo fragmento es completa y, al mismo tiempo, incompleta; es tanto un todo como una parte. Es una forma que incorpora en sí misma la interrupción y que permite la expresión de la no identidad: el lugar del cuerpo fragmentado, del cuerpo hecho carne, es un fragmento indócil.

Notas:


[1] Ricoeur, Paul: Temps et récit. Tome III . Le temps reconté. Paris: Seuil, 1985, pp. 442-43.

[2] Ídem, p. 443.

[3] Ricoeur, Paul: Soi-même comme un autre. Paris: Seuil, 1990, p. 170.

[4] Ídem, p. 178.

[5] Ídem, p. 375.

[6] Ídem, 370.

[7] Ídem, 31.

[8] “Fragments de l’Athenaeum” en Lacoue-Labarthe et Nancy: L’absolu littéraire. Théorie de la littérature du romantisme allemand. Paris: Seuil, p. 114 (fragment # 121). Cfr. también Critchley: Very Little… Almost Nothing. Death, Philosophy, Literature. London: Routledge, pp. 105-12.

viernes, 17 de julio de 2009

LA VOZ EXTRAÑA

Aún recordamos claramente el impacto de oír este texto leído en vivo en la Feria del Libro de Santa Cruz a principios de junio con la voz pausada y tranquila de Fabián Casas (que afanamos de Trabajos Prácticos). Dedicado a alguien que queremos mucho, el superpoeta narra su mito de origen, habla sobre el riesgo que requiere oír esa extraña voz que a veces nos dice cosas aún más extrañas al oído. Al final se le acercaron unos adolescentes a pedirle consejo: él sólo les dijo que leyeran.

Foto: Soneca Cameratta


por Fabián Casas

Para edmundo bejarano

Acabo de cumplir cuarenta y cuatro años y desde los diez que escribo. Al principio escribía historietas que también dibujaba y que armaba en unas hojas de papel que mi papá me compraba en una cartonería que estaba en frente de mi casa. Mi papá compraba el papel y mi padrino —que vivía con nosotros en una casa inmensa y pobre— cortaba las largas hojas hasta que estas quedaban del tamaño de una revista. Ahora se habla mucho sobre el futuro del libro, si va a mudar definitivamente hasta convertirse en una pura realidad virtual. Los chicos que nacen con internet pueden acumular toda la obra de Tolstoi en un pequeño archivo. Y leerla en sus computadoras. Sin embargo, me cuesta creer que vamos a poder dejar de tocar el papel, de olerlo. De conservar un libro en el abrigo. Cuando mi mamá enfermó y murió en un hospital de la obra social de mi viejo, yo paseaba por los pasillos con una edición pocket de Trópico de Cáncer. Como una petaca, lo tenía en el bolsillo de mi sobretodo. Eran los años ochenta y algunos jóvenes usábamos sobretodos negros y zapatones negros. En medio de esos días tan desgraciados, sacaba el libro y le empinaba un trago. La voz de Miller me daba fuerzas. Aún sé de memoria ese comienzo increíble: “No tengo ni dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista, ya no lo pienso, yo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. No hay más libros que escribir. ¿Entonces esto qué es? No es un libro. Es un líbelo, una difamación. Es un prolongado insulto, en escupitajo arrojado a la cara del arte, un puntapié en el culo de Dios, del hombre, del destino, del tiempo, del amor, de la belleza…” La voz extraña que le había dictado esos poemas tan increíbles a Rimbaud volvía a hablar en la boca de un expatriado frenético que a los cuarenta años se rebelaba ante el cliché que es nuestra vida.

Uno nace e inmediatamente es arrullado o conmovido por la voz de nuestros mayores, por la voz cansada de los locutores de tv y la voz matutina de nuestros maestros. Pero, paralelo a estos sonidos, se engendra otro tipo de diálogo. Hay alguien hablándonos desde los comienzos de los tiempos, pero pocas veces intercepta nuestros destinos. Cuando eso sucede, el mundo se convierte en un lugar oscuro y peligroso, donde también está la salvación.

A esto, que voy a llamar la Voz Extraña, no se lo puede definir, pero se lo reconoce. Tiene las características de la poesía. Y a veces se la puede aislar del cuchicheo incesante de nuestro ego. Desde que nos levantamos hasta que nos dormimos, la máquina se pone en marcha y se activa nuestro diálogo interno. Ese diálogo construye el mundo en el que vivimos. Nos dice quienes somos, qué cosas tenemos que conseguir y trata de que lo sigamos al pie de la letra. Quiere que seamos lo que todos esperan que seamos, y que nos reproduzcamos y listo. Una vez conseguido esto, nos abandona con las cuentas impagas y el matrimonio en el horno. Es la Voluntad ciega que está acá sólo para seguir estando y nos hace muy desdichados. Nos hace esclavos.

Cuando escribo algo, tengo como mínimo dos sensaciones: una, que es algo escrito por mí, que me satisface y me representa. Tengo, después un largo tiempo haciéndolo, cierto oficio. Cualquiera adquiere una habilidad si se empecina en eso. El periodismo, por ejemplo, es puro oficio. Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que —más allá de los logros— estoy, como quería Kerouac, en el camino.

Vladimir Nabokov decía que la literatura empezó un día en que un pastor entró en la aldea gritando que venía el lobo, sabiendo que eso no era verdad. Es una buena definición pero está sostenida en un registro moral que me molesta. Asocia la literatura a la mentira. Un libro de ensayos de Vargas Llosa sobre autores que lo conmovieron se llama “La verdad de las mentiras”. Sigue en la misma línea de flotación. Hace muchos años volví del colegio y le dije a mi madre que había un chico con unas orejas de burro ortopédicas. Mi mamá me dijo que era porque no estudiaba. Todavía hoy recuerdo la cara de ese chico que nunca existió. Tenía pelo marrón, dientes grandes, un guardapolvo que le quedaba apretado y estaba de pie en la puerta de entrada del Martina Silva de Gurruchaga, justo donde pegaba el sol. Le brillaba el armazón de metal que sostenía las orejas de burro inmensas, que eran de piel. Como ustedes comprobarán, yo no estaba mintiendo: simplemente, como en la Edad Media, como muchos otros chicos del mundo, tenía visiones. Antes de aprender a leer, ya tenía revistas de Batman. Estaban editadas por la editorial mexicana Novaro. Recuerdo una especial en la que en la tapa Batman se posaba por encima de una gran claraboya de vidrio. Debajo, mirándolo asustado, estaba el Guasón. De la boca de Batman salía un globo blanco de texto. Creo que pasé tardes larguísimas imaginando qué le estaba diciendo al Joker. Aún hoy, cuando voy al Parque Rivadavia a buscar libros viejos, me fijo entre esas revistas mexicanas que ahora son material de coleccionista, para ver si doy con la dichosa tapa. Poco antes de terminar la primaria me pasé las mañanas viendo un programa donde el mago Fantasio realizaba trucos en vivo, en un estudio repleto de chicos. Tenía un truco especial que me volvía loco. Juntaba chicos que seleccionaba del público y los ponía a sus costados. Acto seguido, decía, “ahora voy a pesar 200 kilos”. Y se tiraba al piso y los chicos no lo podían ni sostener ni levantar. Repetía esto varias veces pero bajando cada vez más de peso, hasta que decía: “ahora voy a pesar 20 kilos” y cuando se tiraba al piso, los chicos no sólo lo sostenían sino que lo hacían flamear. Le pedí a mi papá que me comprara la caja de trucos de Fantasio, pero el Gran Truco no estaba. Podías hacer desaparecer un pañuelo, fingir que cortabas un dedo y lo volvías a poner en el mismo lugar, pero nada del Gran Truco. Pasaron algunos años y coincidí en la colonia de vacaciones con un chico que había sostenido a Fantasio en el programa. Me lo comentó mientras nos cambiábamos en el vestuario para entrar a la pileta. Le pregunté, impaciente y nervioso, si todo estaba arreglado con el mago, eso de tirarse y no sostenerlo, etc. El me dijo: “No. Era increíble. ¡De pronto el tipo no pesaba nada!” Eso me mató. Sentí que en algún lugar había una estafa, pero que era en realidad encantadora. Ese mismo poder de extrañeza encontré después en la literatura.

No quiero decir que esto sea la Voz Extraña, ya que nadie sabe qué es. Pero sí que ese estado de encantamiento le es propio, la propicia. Es imposible que todos esos tipos hayan entrado a Troya en el caballo de madera como si nada, pero la imagen es poderosísima y sin duda habla de algo que pasó hace mucho tiempo y que es funcional al costado más inquietante de nuestra humanidad. Quiero decir que hay cosas que suceden en el mundo y hay cosas que sólo pasan en el espíritu. Y el Espíritu, como todos sabemos, sopla donde quiere.

Esta cualidad del Espíritu de elegir a quien se le cante para ser su intérprete, no es un hecho que debamos tomar a la ligera. Es un lugar común suponer que los llamados artistas o locos son los que suelen tener una visión especial del mundo. Esto no es así. Puede haber artistas que hayan sufrido por una aguda sensibilidad, pero lo cierto es que la Voz Extraña le toca a cualquiera. Veamos algo que escribió León Bloy: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero nombre en el registro de la luz…”. De manera que encontrarse con la Voz Extraña no es como respirar sino como ser respirado. No la podemos llamar, pero si podemos propiciarla vaciando nuestro canal. ¿Cómo se hace esto? Bajando el ego hasta el mínimo, liberándonos de los apegos que nos esclavizan y volviéndonos inaccesibles. Hay que buscar el equilibrio, no la inteligencia. Y todo esto se logra con disciplina. Sé que estas palabras suenan a la basura de la autoayuda, pero no puedo expresarme mejor y les pido disculpas. Tal vez deba pasar de nuevo de lo abstracto a lo concreto.

La cruza entre el pensamiento hindú y chino se dio en el siglo I después de Cristo por medio de las enseñanzas budistas. Como resultado de esas dos modalidades surgió el Budismo Zen. El Budismo Zen llegó al barrio de Boedo de la mano del padre del Japonés Uzu, quien vino a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial. El Japonés Uzu iba al colegio conmigo y no se llamaba Uzu sino Kimitake Hiraoke, pero todos, vaya uno a saber porqué, le decíamos Uzu. La llegada de la familia Uzu fue por escalas. Primero vino el padre para inspeccionar el lugar y ver si podía probar suerte. Lo ayudó la comunidad japonesa y rápidamente pudo ponerse una tintorería. En Osaka, su lugar de origen, tenían una bicicletería. Cuando Uzu, el hermano y su madre arribaron al aeropuerto de Ezeiza, los sorprendió que el hombre que los estaba esperando fuera melenudo, un beatle japonés. “Estoy tratando de pasar desapercibido, de parecerme a ellos”, les dijo el padre para tranquilizarlos. El padre era cultor del zen y solía relatarle historias de ese tipo al japonés Uzu. Ya en el colegio, él nos la contaba a nosotros. De esta manera, nacía el Boedismo Zen. Uzu solía decir estupideces de este tipo: “Antes de encontrar mi camino, yo era el camino”. O relataba las andanzas de Bokuden, un samurai cultor del arte de la no espada. En el secundario armamos un equipo de fútbol que se llamó Boedo Juniors y que salió campeón del torneo de la parroquia Santa Amelia. Uzu jugaba de delantero, era grandote, veloz y difícil de marcar. Antes de entrar a la cancha, nos instruía en Boedismo Zen. Esa era la charla técnica. Con el tiempo, al igual que el padre, se dejó crecer el pelo y se hizo plomo de una banda de heavy metal. Una noche iba con un amigo en un auto y alguien en otro auto los empezó a perseguir. Nunca se pudo saber por qué el perseguidor empezó a tirar tiros y uno rompió el vidrio trasero del coche y entró por la cintura de Uzu y salió por el abdomen. Lo partió al medio. Igual sobrevivió, pero este hecho dividió su vida en un antes y un después. Dejó la banda de metal, se cortó el pelo y se puso a estudiar filosofía. Ahora da clases sobre Deleuze en la universidad. Creo que lo importante no es lo que dicen los protagonistas, sino lo que dicen los trazos de las vidas de los protagonistas. Samuel Taylor Coleridge estaba soñando el poema de la construcción del palacio del Kubla Kan en un día de verano de 1797. Hasta que un hombre venido de una localidad cercana lo despertó. Coleridge perdió el hilo del poema que la Voz Extraña le había estado transmitiendo, pero con lo que recordó publicó unos cincuenta versos rimados. Más que el fragmento lírico que dejó para la historia, me gustan las circunstancias en las que se desarrolló la escritura. La Voz Extraña suele hacer karaoke con nuestros destinos.

lunes, 13 de julio de 2009

William S. Burroughs: “Dead Fingers Talk” (parte 2)

No somos malevos como ciertos pushers, aquí está la segunda dosis de esta tremenda presentación del genio y figura del inclasificable William S. Burroughs: sabotajes al lenguaje, función del cut-up y el gesto vanguardista. Iniciamos con este pinchazo final una semana agitada.

por Javier Rodriguez

“I do not wish to impose plot, argument, continuity… As I approach a DIRECT register of certain areas of the psychical process, perhaps it serves a concrete function… I do not intend to entertain.”

Un largo, complicado y escandaloso juicio sirvió de trasfondo a la escritura de Queer, segunda novela de Burroughs, cabalmente escrita mientras sobornaba a jueces, peritos balísticos y oficiales de policía (aunque fue publicada recién a mediados de los ochenta). Sentenciado en Louisiana, y con una condena por homicidio culposo entre sus perspectivas mexicanas, Burroughs prefirió someterse a juicio en el país latinoamericano, seguro de contar con suficiente dinero, y el abogado más adecuadamente histriónico, para desviar el veredicto. Un extraño incidente que culminó con su abogado huyendo de México bajo la amenaza de un alto oficial del gobierno, terminó por cansar a Burroughs, que prefirió retornar brevemente a los Estados Unidos, y de ahí lanzarse en la búsqueda mística de distintos alucinógenos nativos de Sudamérica, en un viaje que lo acercó a Colombia y Perú mientras en México se lo condenaba “en ausencia”.

Ya en 1953, Burroughs nuevamente encontraba en el exilio una puerta abierta. Tánger, el edén africano para adictos en busca de un territorio despenalizado, paraíso fiscal habitado por millonarios huyendo de los impuestos, refugio de músicos y artistas, sería la interzona donde William Burroughs escribiría su mayor obra; ninguna otra cosa que un excelente reflejo de su condición personal por aquellos años, tan deteriorada que los residentes del burdel homosexual donde vivía le apodaban “el hombre invisible”.

Deslumbrado por el terreno nuevo, inspirado por Paul Bowles (también residente de Tánger), huyendo de una desastrada situación sentimental, imposibilitado de vivir en las ciudades que más le atraían, al borde de perder el inapreciable flujo de fondos paternos… fue en Tánger que Burroughs se transformó finalmente en el espectro/escritor que terminó por ser. Es cierto que había escrito antes, pero jamás había poseído la determinada urgencia que adquirió durante esos días de desesperada deriva Africana.

Ya a salvo de los problemas legales provocados por la muerte (accidental) de su esposa, y culminada su exploración por Sudamérica en busca de la raíz de yagé (legendario enteógeno capaz de otorgar poderes telepáticos, muy similar en sus efectos a nuestra pasionaria o flor de maracuyá), los ocho años que vivió en Marruecos llevaron a Burroughs al extremo intenso de la existencia. Experimentando ese “instante helado en el que todos vemos lo que hay al otro extremo del tenedor”, la escritura de Naked Lunch acentuó el caos (deliberado) del derrumbe mental de un adicto enfrentado a una sociedad autodestructiva, produciendo la novela más poderosamente hipnótica/reveladora que se haya escrito en los últimos cincuenta años. Una espiral interminable, psicótica, automática, de sensaciones. Un shock iluminador.

Ante la fascinación visceral que produce esta obra, expansiva en su efecto sobre el lector, es difícil pensar en el impacto que –siendo aún hoy perturbadora– debió tener en el desprevenido mundo de 1959. Es, del mismo modo, casi imposible imaginar las experiencias que se esconden detrás de esta creación terminal, rescatada y mecanografiada por Kerouac y Ginsberg de entre fragmentos desparramados en la habitación marroquí de Burroughs, de entre inconexos e interminables monólogos enrollados como manuscritos bíblicos, de entre herméticas alucinaciones arrancadas de la boca de personajes al borde del abismo (abismo interior, a veces). Cuesta encontrar, también, una novela tan influyente y renovadora en la forma de narrar, en el universo temático y estético como ésta –que junto a Howl y On the road triangula la totalidad formal y conceptual de la Generación Beatnik.

“My purpose in writing has always been to express human potentials and purposes relevant to the Space Age.”

Luego de Naked Lunch (una cruzada personal de Kerouac en su edición y publicación, y una hazaña legal de Ginsberg en su difusión; evadiendo juicios, decomisos y censura), Burroughs comenzó a experimentar de manera radical con las formas y el lenguaje (ese “virus de otro planeta”, como él lo llamaba), muchas veces todavía cabalgando el material y visiones de la Interzona tángeriana –ese habitáculo onírico en el que había subsistido gracias a dosis monumentales de mayún. William Burroughs, pues, era todavía paciente del Doctor Benway.

Inspirado por la hermenéutica accidental de su amigo pintor Brion Gysin, Burroughs desarrolló la técnica del “cut-up”, que consistía en cortar y pegar frases provenientes de contextos extremadamente distintos, mezclar los fragmentos múltiples, agitarlos y recombinarlos aleatoriamente, permitiéndole al azar regurgitar una nueva forma narrativa. Por ejemplo, el corte arbitrario de todos los folios de una de sus novelas, para posteriormente unirlos (por la mitad) con fragmentos de notas de prensa, es un ejemplo de esta técnica, que con mayor radicalidad podía incluso aplicarse hasta en el nivel oracional (pegando ya no fragmentos narrativos inconexos, sino aleatorizando directa y totalmente la construcción sintáctica). Destruyendo todo proceso narrativo lineal en el proceso, eliminando el dominio (evidente, inevitable) de los sentidos –hasta prescindir del lenguaje como instrumento, haciéndolo más bien una paleta ambiental–, y provocando alteraciones mentales insospechadas en el lector, este método sería explorado y “patentado” por Burroughs, en lo que se convertiría en su particular estilo poético-visual para acercarse a la creación literaria.

Aún ampliando sus recursos de modificación plástica de la narrativa, Burroughs exploró junto a Gysin el “Cut-up”, “Fold-in” y “Splice-in”, que comprendían el corte, montaje e inserción como dispositivos perfectamente válidos dentro de las operaciones literarias. Lo verdaderamente curioso es que, por contingencias y puro azar, mucho del proceso compositivo, de edición, y de la propia narración de Naked Lunch, se deba a procedimientos bastante similares a estos tres. La experimentación de Burroughs con dichas técnicas no sería solamente literaria, y con apoyo de Ian Sommerville (su “consultor cibernético”, a decir de Burroughs) y otros amigos cineastas, el “Cut-up” sería también testeado en formato de audio y vídeo.

De este periodo y metodología (1960 – 1965) proviene la Trilogía Nova (The Soft Machine, The ticket that exploded y Nova Express), re-ensamble realizado en el parisino Beat Hotel –notoria residencia de beatniks como Burroughs, Corso o Ginsberg, de ahí el nombre–, que seguía bebiendo temáticamente de la inabarcable “Word Hoard” –los miles de páginas que escribió el americano en Tánger, “rutinas” de las que al menos cinco libros de Burroughs se han formado. Campo de pruebas para sus técnicas de composición vanguardista, como también “vertedero” de parte de las experiencias y textos aledaños a Naked Lunch, la Trilogía Nova comenzaba a expandir la mitología que construiría el autor desde la segunda mitad de la década del sesenta. Alejado casi definitivamente del debilitado movimiento beat y gravitando hacia la ficción tecnológica (puede verse al Burroughs de este periodo como un fundador de la literatura cyberpunk), el autor pasaría los sesenta en permanente alternancia episodios de aparente “cura”, y de aclamación por sus novelas, con el éxtasis desenfrenado del junkie.

“When you cut into the present the future leaks out."

Durante la década siguiente (1966 – 1974), tras someterse a una “exitosa” cura para su adicción a la heroína (con apomorfina y el Dr. Dent, obviamente), Burroughs se distanció nuevamente de la literatura, publicando esporádicos artículos y narraciones cortas mientras procuraba organizar su vida personal. Establecido en Londres, William Burroughs tuvo que acompañar a su hijo Billy de vuelta a los EEUU, para afrontar un extenuante juicio por tenencia y venta de drogas. También escritor y también adicto a los opiáceos, Billy experimentaría muy pronto las consecuencias trágicas de la vida que había heredado. Sin embargo, erraríamos al (si nos ponemos moralistas) apuntar los odios contra William padre, que apoyó a su hijo en su juicio y lo internó en una clínica de rehabilitación, todo a pesar de estar él mismo atravesando dolorosos periodos de abstinencia, o poniéndose al alcance de las numerosas causas penales que tenía latentes en suelo yanqui. Después, cuando en 1976 una avanzada cirrosis obligó a Billy a someterse a un trasplante de hígado, su padre pagó la cirugía y también lo acompañó durante el proceso de convalecencia. Para 1981, cuando distanciado totalmente de su familia, Billy Burroughs fue hallado muerto al borde de una carretera, era evidente que la ruinosa vida de William Burroughs había tenido duras consecuencias entre sus familiares y amigos; aunque sorprendía que el propio Burroughs padre estuviese –a pesar de ser un opiómano incorregible– tan lejos de la tragedia. El espectro que había sido siempre William Burroughs (un individuo de presencia dudosamente tenue) parecía demasiado agotado para afrontar otra muerte que no fuera la natural. La extinción.

En lo literario, la inmersión de Burroughs en la ciencia ficción era ya notoria; apareciendo en sus textos, con mayor incidencia, extraterrestres y pesadillas tecnológicas –y un hasta entonces inédito dejo político. Parte de ese interés se manifiesta en su coqueteo con la Cienciología, a la que incluso se unió por un breve tiempo. A pesar de que su fama internacional se acrecentaba, y en Francia se le admiraba como un auténtico vanguardista, en EEUU William Burroughs seguía siendo una figura de reducido culto. Durante sus pasajeras residencia norteamericanas, Burroughs conseguiría dinero vendiendo pequeños ensayos y crónicas a imprentas universitarias menores, o colaborando en revistas como Esquire, Crawdaddy! o Rolling Stone. Tal vez por su observación de la Cienciología, su acercamiento a la escritura de guiones cinematográficos o su estudio de las teorías perceptivas de Harold Schroepper, puede considerarse estos años como parte de un segundo proceso formativo.

Bien entrados los setenta, con la excepción del ensayo “Electronic Revolution”, la nouvelle The Wild Boys y del guión cinematográfico The last words of Dutch Schultz, Burroughs se había reducido –gracias a su amigo y manager James Grauerholz– a una especie de figura pop “under” (valga el oxímoron) que cobraba por apariciones o lecturas, y organizaba giras como una estrella de rock. Había intentado también la cátedra universitaria –Allen Ginsberg lo creía un maestro magnífico, y fue siempre su valedor principal ante la academia–, pero Burroughs no encontró satisfactoria la experiencia, en la que entregaba mucha más energía de la que recibía, y pronto terminó abandonando las aulas, incluso desestimando suculentas ofertas monetarias para hacerse cargo de cátedras en universidades de prestigio. William Burroughs tenía claro que aquello no era lo suyo, y prefería continuar con las giras que le conseguía Grauerholz. Por esto es que Burroughs decidió, finalmente, restablecerse en Nueva York, viéndose recibido por una creciente cantidad de admiradores y haciéndose amigo de muchísimos artistas; aunque también pudo encontrar un boyante mercado de heroína, que prácticamente se la entregaba en la puerta de su casa o por medio de las manos de sus numerosos fans y conocidos.

Afortunadamente (para nosotros sus lectores, claro) en los ochenta Burroughs regresó a la vida literaria activa con la publicación de una nueva y excelente trilogía, mucho más cercana en su temática a la condición tecnológica en la posmodernidad, abordada desde la mitología ocultista y transgresora que seguía creando el escritor (eso que Ballard denominó “mitografía”). Cities of the red night (1981), The place of dead roads (1983) y The western lands (1987), demostraron ser un estupendo “regreso” para Burroughs; pues estas excelentes fantasías no lineales en las que realidad y ficción componen una ambigüedad que desemboca en un arco fantástico, mostraban al mutante autor en total dominio de sus temas y formas, si bien ya no restringido a sus exploraciones plásticas ni al relato de la experiencia psicotrópica. Es justamente con esta trilogía que Burroughs consigue a alejarse de sus viejos métodos compositivos, primero atenuando sus Cut-ups para luego generar nuevos dispositivos de similar efecto. La repetición de una trama espiralada, la construcción progresiva de elementos simbólicos, la acción concurrente desde dos planos temporales distintos, la supresión de la identidad de los personajes, etc. serían desde entonces los elementos a los que recurriría Burroughs para generar una sugestión tan poderosa como de la de sus textos de los primeros sesenta. En lo temático, igualmente, Burroughs alcanzaba dominar la expansión y la consolidación, acomodando en su trilogía tramas sobre vaqueros gay, viajes temporales, restructuración de hechos históricos, fantasías pederastas, enrevesadas intervenciones oníricas, rituales sexuales, errancia y control, drogas, epidemias y alucinaciones sobre la vida después de la muerte, una latente capacidad para profetizar el futuro cercano, etc. No en vano se considera que la The western lands, esa madura novela que se disuelve en un mosaico sin sentido, puede ser la mejor obra de Burroughs de este lado de Naked Lunch.

“What a horrible loutish planet this is. The dominant species consists of sadistic morons, faces bearing the hideous lineaments of spiritual famine swollen with stupid hate. Hopeless rubbish.”

La siguiente década y media Burroughs publicaría apenas un par de compilaciones de historias cortas, ya retirado de la literatura. Naturalmente, no por ello dejó de ser una figura contracultural altamente respetada, especialmente en círculos underground que renegaban del perfil más pop de Allen Ginsberg (quien paradójicamente pasaba mucho tiempo en casa de Burroughs, pues fue gran amigo suyo hasta el final de sus días). Aparentemente, para ellos, Ginsberg era como los Beatles y Burroughs como Velvet Underground. Como quiera que hubiese sido, Burroughs alistó su defección forzosa de la vida pública con clara anticipación, como si creyese que el reconocimiento del stablishment literario y las academias fuese una mala señal. Así terminó trasladándose a una hacienda en Kansas, donde pasó efectivamente sus últimos días.

Tras decenas de apariciones en cine –sin contar sus propios experimentos cinematográficos en los sesenta– y editando un promedio de dos discos por año (no tomando en cuenta sus registros de lecturas y recitaciones, ya existentes desde los sesenta), Burroughs colaboró entre la finales de los ochenta y principios de los noventa, con Sonic Youth, Gus Van Sant, John Cage, Frank Zappa, David Cronenberg –encargado de llevar Naked Lunch al cine–, Laurie Anderson, Bill Laswell y un larguísimo etcétera de luminarias del arte. Todo esto hizo del ya influyente Burroughs incluso más prolífico y abarcador en su espectro, pues –tan temprano como mediada la década de los 60– ya había bandas y artistas tributándole o inspirándose en él (de The Soft Machine a Duran Duran, pasando por Suicide, Clem Snide y Patti Smith), y pasaba lo mismo con los escritores, que como Jean Genet, Lester Bangs, Anthony Burgess o William Gibson, se contaban entre sus admiradores.

Reducido a una vida de anciano adicto (a las armas, al opio, a sus visiones), William Burroughs fue desapareciendo entre sus gatos y el prospecto de escribir sus memorias. A los 86 años, el dos de agosto de 1997, Burroughs falleció en su apacible residencia de Kansas, yéndose a juntar en algún rincón del infierno con Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Se le enterró en Missouri, junto a su familia de aristócratas en declive. En su tumba se lee todavía otra etiqueta: “Escritor americano”. Y esa parece realmente justa.

"He was an exterminator in Chicago, a bartender in New York, a summons-server in Newark. In Paris he sat at café tables, watching the sullen French faces go by. In Athens he looked up from his ouzo at what he called the ugliest people in the world. In Istanbul he threaded his way through crowds of opium addicts and rug-sellers, looking for the facts. In English hotels he read Spengler and the Marquis de Sade." (descripción de William Burroughs/Old Bull Lee hecha por Jack Kerouac en On the Road)

William S. Burroughs hizo de su personalidad un género literario con el que experimento hasta el límite, arrollando cualquier categorización que se le endilgara. Nunca quiso que se le viera como un beatnik, pero fueron ellos quienes resucitaron su ambición literaria, quienes lograron canalizar su deseo de extinguir las restricciones y controles en una explosión creativa. Mentor renuente del grupo (quizás sólo por su edad algo mayor), representó el opuesto paradigmático de Neal Cassady, un individuo abundantemente humano –hasta imponente. Trajeado como un dandy, oscuro y de presencia sutil, Burroughs, al contrario de Cassady, encarnó el vampirismo masoquista del toxicómano, la cara extenuante de la libertad que propugnaban los beatniks.

El poder de su prosa sugestiva, propulsada por una personalidad imposible, le permitió escribir tratados enciclopédicos (de conocimientos genuinamente sorprendentes) sobre las drogas, sus efectos, posibilidades y daños. Sufrió “la enfermedad” y no esperó recuperarse realmente de ella nunca, heredero de Blake, De Quincey, Huxley y Joyce como era; pues seguramente se supo el último iluminado de esa estirpe. El eterno viaje de su deriva vital llevó a Burroughs a entender que solamente es posible la existencia en los extremos, donde no se otorgan concesiones posibles ni la tibieza cabe en lo inmediato. Es decir, en la amplitud –pura, directa, fatal– de la experiencia humana. William Burroughs dedicó su vida a encontrar ese instante, el extremo más intenso del individualismo como forma de redención, y pagó las consecuencias. Pero también nos abrió, con ello, definitivamente los ojos.

Inclasificable en su producción, Burroughs fue mucho más un artista plástico que un escritor. Literalmente desmembrando el lenguaje (“Cualquiera con un par de tijeras puede ser poeta”, decía), desgarró la continuidad lógica del sentido en la construcción discursiva, permitiendo un juego autentico desde las palabras, desvirtuando así el lenguaje instrumentalizado, re-ensamblándolo en capas similares al sinsentido los estados paranormales, haciendo de la construcción sintáctica un reflejo social y personal. De ahí la importancia que le otorgaba a los sueños, a los automatismos, a lo paranormal, al caos y la alucinación opiácea. Resultado de ello fue su afán por prescindir de todos los controles, incluso de los titánicos y sobrecogedores sistemas opresivos que son el tiempo y el lenguaje.

William Burroughs no creía en ninguna verdad trascendente (a diferencia de otros beatniks y muy en la estela de los autores cyberpunk) y su paseo por el mundillo del hampa y las sustancias fue precisamente un rito de iniciación hacia una experiencia genuina, sin el maquillaje hipócrita de la moral y los controles sociales. Ciertamente trataron de domesticarlo, asimilándolo en la academia o re-apreciando su –alguna vez controvertida– obra; tareas afortunadamente imposibles, tanto como tratar de curar su adicción a desarticular lo irracional de un mundo teñido de razón con apomorfina, o enseñarle a un caníbal a tomar té con bizcochos. Y así, hace poco menos de doce años y como siempre, Burroughs nos precede en este descenso a los infiernos, aunque sólo para mostrarnos cuán hundidos ya estamos en éste. Él, único capaz de sermonear a dios; ese individuo indecente que merece ser el Sumo Sacerdote de nuestros tiempos, pues vio entre las brumas que, como un baño turco frío, cubren el mundo, es el mejor enviado que se me puede ocurrir para hallar el prometeico “final fix”. Esté allá, acá o en cualquier parte. Incluso en la punta oscura de este tenedor. O si tendremos que regresar mañana por nuestra dosis. Sólo Burroughs lo sabe, y por supuesto que lo primero que aprendes es que el pusher nunca está a tiempo. Siempre hay que esperar.

'No glot... ...C'lom fliday'

“I am ready to move on south and look for the uncut kick that opens out instead of narrowing down like junk. Kick is seeing things from a special angle. Kick is a momentary freedom from the claims of the aging, cautious, nagging, frightened flesh. Maybe I’ll find in yage what I was looking for in junk and weed and coke. What may be the final fix